Puedo escribir los versos más tristes esta noche...
Escribir por ejemplo, que Neruda yace inerte a los pies de su estatua,
y que su monumento se deshace en ruinas de polvo y cal.
Puedo escribir los versos más despreciables esta noche,
la poesía ha muerto, pensar que alguna vez existió, dicen por ahí.
Un golpe de martillo retumba en mi cabeza malpensante, mientras un hilillo de agua recorre desde mi sucio pelo hasta más abajo de la barbilla.
La indecencia de lo cotidiano malversa de tal modo la situación
que la vida pasa a ser un capítulo dentro de la colección del Especialista,
al tiempo que mujeres con sorna y vozarrón deambulan por las callejas de lo terreno.
Los sonetos de la muerte muertos han de estar, y las coplas dedicadas al padre, muerto también, serán motivo de fino comentario en las mesas de alcurnia.
El hilillo de agua sigue su desenfrenada carrera y la pista es mi rostro, y ahora mi camisa y abdomen.
La inmundicia del lugar aleja aun más a los forajidos nocturnos,
sindicados como los grandes criminales de la historia de hoy.
La caravana se detiene, y yo veo de reojo el momento exacto en que un beso delator funde dos historias, entre muerte y desconcierto.
Un minuto de silencio por el alma caída en las alas de la dama blanca, y otra nariz disecada se abrirá paso por entre el tumulto de lucífugos que van rondando mi actual domicilio.
La poesía ha muerto, y la mató el mismo poeta, la mató el premio y el nobel.
Ver morir a la poesía no significa de modo alguno que mueren poetas y poetizas,
laudes y cordios amperan el ambiente, mientras la Pascuala sigue en su trance onírico.
Ver morir a la poesía, significa no creer en ella, y no quererla a ella.
Gabriela juega descalza mientras la vida torna 20 poemas en canto helénico, y en últimas notas de marcha fúnebre.
Vi pasar el carro, ví pasar la multitud, enmascarada, icónica, no viva.
Vi pasar el ataúd, pero no su cuerpo. Pensar que la tuve, y pensar que no pensaba.
Pensar que cada letra queda grabada a fuego en las cadenas auríferas de lo infinito.
El hilillo de agua sigue cayendo, sin fin ni demora, por mi cabeza, mi cuerpo, mi ropa.
Y el agua no es agua ya, es un perro que se aleja luego de marcar territorio en el lugar donde estaba yo echado.
La poesía ha muerto, porque nada de bello tiene en lo cotidiano de la vida normal, colapsada de transantiagos, mervales, politicuchos y famosillos, escaleras y pasarelas.
Los puentes de madisson se transforman en autopistas viales, y un reconocimiento olvidado al vagabundo que deambula la ciudad en busca del canto perdido.
Esto no es poesía.
Bitácora del Capitán: Febrero 12, 2010. 21:53
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Hace 6 años