domingo, 13 de junio de 2010

Número XXXVII: Tour

Es increíble cómo las cosas pueden cambiar de un día o momento a otro. Hace menos de 48 horas estaba mal, me sentía demolido y que el mundo entero confabulaba en mi contra, y estaba a punto, al borde, de mandar todo a la mierda... Es increible cómo una persona, un guiño, una conversacion, pueden hacer que las cosas cambien de tono y se vuelvan multicolores.

Mientras mi cabeza aun da vueltas, y mi cuerpo resiente los excesos de anoche, puedo decir que vuelve todo a la calma. Tal vez me hacía falta el desmadrarme. Los sucesos de las ultimas semanas me tenían bajo una tensión jodida: la bala, mi amigo, la U, mi mano, en cama, etc. etc. etc... Las cosas estaban algo movidas y yo no había botado la energía que iba día tras día acumulando, o quizás necesitaba una noche de consejos, de recuerdos y de historias, de las que deseé seguir escuchando, de esas de noches frías, de poca comida, de mil y una aventuras, y de vez en cuando algo sobrenatural. Quién sabe.

Una de las cosas que mejor recuerdo, y que más me gustaban, de esos tiempos de botas y remaches, de noches eternas y futuros inciertos, era el despertar en una casa ajena; en un sofá, una cama, una alfombra o lisa y llanamente el piso. Ese despertar de ojos ardiendo, de boca reseca, de mareo constante, y de una cabeza dando mil vueltas, tratando de juntar los pedazos de la noche anterior. Lo más jodido de todo era cuando despertaba y tenía a una señorita a mi lado, y luchaba por recordar siquiera el nombre. No es que sea un malnacido, slo que nunca he sido bueno para los nombres. Nunca se me borran las caras, y no tengo problema en recordar cómo nos conocimos o bien cuando fue la ultima vez que hablamos, pero he llegado a creer que simplemente no nací para recordar nombres, es un error de fábrica.

Bue, volviendo a lo que quería decir, era jodido juntar los pedazos de la noche anterior, a veces unos flashes atacaban mi cerebro encañado y lo sacudían violentamente con imágenes de sexo, mucho alcohol, balbuceos estúpidos y peleas varias.

A pesar de todo, amaba ese despertar, sea solo o con alguien junto a mí, sea en el piso o en una cama. Simplemente amaba el despertar en una casa ajena, de la que nunca antes había oido hablar, y la que, muchas veces, nunca volví a poner un pie dentro. Levantarme, buscar el baño (claro, recordaba donde quedaba por el carrete de la noche anterior), entrar y mirarme al espejo. Me detenía un buen rato, mirándome, observándome. Era como intentar reconocerme, ver si era yo, si estaba en una pieza. Me lavaba las manos, tomaba agua, me mojaba la cara, el pelo, me ordenaba. El ritual de sacarme el color del petróleo de los labios, cuando la noche había sido acompañada de un vino tinto; o bien sacar algo de pasta de dientes para eliminar el sabor del pisco, o enjuagarme bien y botar el rastro de caramelo que dejan unos vasos de roncola. En el fondo, era intentar estar presentable para poder llegar a mi casa después de una noche de juerga. Tomar mas agua para aplacar la sed que deja la maldita caña.

Una vez listo, abría la puerta y me iba. A veces me despedía, a veces no. Dependiendo de qué tan temprano fuera, de qué tan bien conocía al dueño o dueña de casa, y si es que mi propio estado me lo permitía sin pasar bochorno alguno, por mi comportamiento de la noche anterior. Abría la puerta y salía. Ahora venía la parte mágica, la parte que amaba de todas las noches de locura, de cañas y copas, de amores fugaces y promesas instantaneas. Amaba no tener el efectivo que quisiera, pero aun asi alcanzaba para una Express en algun almacen que encontrara al paso.

Era increible el volver a respirar, a sentir el aire puro. Me embarraba de Valpo, desde cualquier parte, desde el cerro en el que estuviera parado. Era ver la ciudad entera con un matiz diferente en cada aventura. Mis andanzas en casas ajenas me llevaron a conocer mil rincones impensados para mi, un forastero en estos lares, y en cada vuelta de calle, en cada plaza o gran escalera, estaba un paso mas cerca del plan, y un día mas cerca del sol. Era el preciso momento en que la calma vuelve, con un sol brillante y un cielo azul despejado. Y toda esa energía entraba a raudales.

Cada noche de juerga, no importaba si había caido en Cordillera, en Playa Ancha o en Rocuant, en cada cerro que conocía, me dedicaba a bajar caminando. Y conocer cada calle, cada lugar, grabarlo en mi cabeza, para hacerme un paisaje imaginario de la gran ciudad en la que estaba viviendo. Era sentir a full la vibra del puerto, de sus habitantes. Cada historia es diferente, todos vemos una ciudad distinta, son miles de Valparaisos, existentes en la mente de cada uno de sus ciudadanos, y quise conocerlos o entenderlos todos.



Hoy, desperté en una casa ajena. Aunque la compañía era ya recurrente: mi gran amigo y estimado consejero Miguelo, uno de los que apostó por mi cuando nadie me tenia fe, uno de los que me ayudo cuando flaqueaba, el mismo que me entregó las palabras que me hicieron seguir adelante en este increible mundo del ser Jefe Scout. Después de una alcoholocrática noche, de cuentos, aventuras y recuerdos, de enseñanzas y de compartir con otros personajes por los que yo me la juego ahora, tal como se la jugaron por mi antes. Desperté, repetí el mismo ritual del baño, del agua, de mirarme al espejo, y de irme, despues de ordenar un poco, bajar caminando. Esta vez Rocuant City volvía a abrirse paso frente a mi, y las calles vacias armaban un espectáculo en colores que hacía mucho no veía.

Creo que, no era el desmadrarme, no era el tomar un poco, ni la noche de recuerdos historias y enseñanzas. Lo que realmente necesitaba era redescubrir esa ciudad ajena, ese mundo en el que soy y fui forastero. Necesitaba despertar en un lugar desconocido, sin tener el dinero para irme pero sí para una Express, y saber que ahora todo estaría bien. Que todo volvía a la calma. Todo vuelve a la calma.

EL mundo está en Tecnicolor


*Odio el habermelos perdido


Bitácora del Capitán: Junio 13, 2010. 17:50

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